Para apreciar el ambiente limeño, en lo que tiene de singular y característico, y la especie y eficacia de sus influjos, no se ha de pensar en la ciudad moderna, materialmente crecida pero espiritualmente mermada, depuesta de la supremacía originaria sobre el suroeste americano, a punto de perder su sello propio, olvidadas las costumbres regionales, desfigurada por edificios estranjerizos bastardos, y aun afeada en su campiña por la disminución y descuido de sus quintas y la muerte de sus arboledas.
Hay que imaginársela tal como fue en sus años más propicios, en los dos primeros siglos de su fundación: coronada de olivos y naranjos, entre cortunas trémulas de saucerías y platanares, aromada en sus patios y jardines por alhelíes, claveles, enredaderas, congonas y albahacas; tierra de las misturas de flores y de las aguas de olor; indiana capital de las macizas y altas torres, de los miradores y las azoteas, de los azulejos y las celosías caladas, e las sayas y los mantos casi morunos, cuyo disfraz mantenía un carnaval eterno; ciudad de los bailes garbosos, de las monjas galantes, de las fiestas cortesanas, comedias, cañas , del lujo y del boato, hermosa, criolla, devota y sensual, hija de Sevilla y nieta de una sultana madre de vírgenes y sanos, de cabaleros rumbosos de doctores sabios; arrullada por el dorado repicar e sus sesenta iglesias, y por el incienso y los cánticos de sus infinitas procesiones. Daban la nota grave, en medio de los halagos de la Colonia, los gobernadores, inquisidores, letrados venidos de la fiera Castilla.
Entre las durezas y estragos del régimen español, a la entrada del agrio y devastado Virreinato creció Lima, viviente imagen de la gracia; y extendió en los umbrales del trágico país, su velo de finura y elegancia risueña
Extraído de: RIVA AGÜERO Y OSMA, José. Paisajes Peruanos. Capítulo XVII. Impresiones Finales. Pontificia Universidad Católica. Instituto Riva Agüero.
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