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viernes, 10 de abril de 2009

Crónicas de Agustín de Zárate

AGUSTÍN DE ZÁRATE
CAPITULO VI

De cómo Atabaliba mandó matar a Guascar, y cómo Hernando Pizarro fué descubriendo la tierra

Preso Atabaliba, otro día de mañana fueron a co­ger el campo, que era maravilla de ver tantas vasijas de plata y de oro como en aquel real había, y muy buenas, y muchas tiendas y otras ropas y cosas de valor, que más de sesenta mil pesos de oro valía sola la vajilla de oro que Atabaliba traía, y más de cinco mil mujeres a los españoles se vinieron de su buena gana de las que en el real andaban. Y después de todo recogido, Atabaliba dijo al Gobernador que, pues pre­so lo tenía, lo tratase bien, y que por su liberación él le daría una cuadra que allí había, llena de vasijas y de piezas de oro y tanta plata, que llevar no la pu­diese. Y como entendió que de aquello que decía el Gobernador se admiraba, como que no lo creía, le tornó a decir que más que aquello le daría; y el Gober­nador se lo ofresció que él lo trataría muy bien, y Atabaliba se lo agradesció mucho, y luego por toda la tierra hizo mensajeros, especialmente al Cuzco, para que se recogiese el oro y plata que había prometido para su rescate, que era tanto, que parescia imposible cumplirlo, porque les había de dar un portal muy largo que estaba en Caxamalca, hasta donde el mismo Atabaliba estando en pie pudo alcanzar con la mano todo el derredor lleno de vasijas de oro, según he di­cho; y para este efecto hizo señalar esta altura con una línea colorada al derredor del portal; y aunque después cada día entraba en el real gran cantidad de oro y plata, no les paresció a los españoles tanto, que fuese parte para solamente comenzar a cumplir la promesa. Por lo cual mostraron andar descontentos y murmurando, diciendo que el término que había señalado Atabaliba para dar su rescate era pasado, y que no vían aparejo ellos de poderse traer; de donde inferían que esta dilación era a efecto de juntarse gente para venir sobre ellos y destruírlos. Y como Ata­baliba era hombre de tan buen juicio, entendió el descontento de los cristianos, y preguntó al Marqués la causa dello, el cual se la dijo, y él le replicó que no tenía razón de quejarse de la dilación, pues no había sido tanta que pudiese causar sospecha, y que debían tener consideración a que la principal parte de donde se había de traer aquel oro era la ciudad del Cuzco, y que desde Caxamalca a ella había cerca de doscientas leguas muy largas y de mal camino, y que habiéndose de traer sobre hombros de indios, no debían tener aquélla por tardanza larga, y que ante todas las cosas, ellos se satisfaciesen si les podía dar lo que les había prometido o no, y que hallando que era verdadera la posibilidad, les hacía poco al caso que tardase un mes más o menos; y que esto se podría hacer con darle una o dos personas que fuesen al Cuzco a lo ver, y que les pudiesen traer nuevas. Muchas opiniones hubo en el real sobre si se averi­guaría esta determinación que Atabaliba pedía, por­que se tenía por cosa peligrosa fiarse nadie de los indios para meterse en su poder; de lo cual Atabaliba se rió mucho, diciendo que no sabía él por qué había de rehusar ningún español de fiarse de su palabra y ir al Cuzco debajo della, quedando él allí atado con una cadena, con sus mujeres y hijos y hermanos en rehenes. Y así, con esto se determinaron a la jornada el capitán Hernando de Soto y Pedro del Barco, a los cuales envió Atabaliba en sendas hamacas, con mucha copia de indios que los llevaban en hombros casi por la posta, porque no es en mano de los indios ir des­pacio con las hamacas; y aunque no son más de dos los que las llevan, todo el número de los hamaqueros (que por lo menos serían cincuenta o sesenta para cada uno) van corriendo, y en andando ciertos pasos se mudan otros dos, en lo cual tienen tanta destreza, que lo hacen sin pararse. Pues desta manera camina­ron Hernando de Soto y Pedro del Barco la vía del Cuzco, y a pocas jornadas de Caxamalca toparon los capitanes y gente de Atabaliba que traían preso a Guasear, su hermano; el cual, como supo de los cris­tianos, los quiso hablar y habló, y informado muy bien dellos de todas las particularidades que quiso saber, como oyó que el intento de su majestad, y del Marqués en su nombre, era tener en justicia así a los cristianos como a los indios que conquistasen, y dar a cada uno lo suyo, les contó la diferencia que había entre él y su hermano, y cómo, no solamente le quería quitar el reino (que por derecha succesión le perte­nescía, como al hijo mayor de Guaynacaba), pero que para este efecto le traía preso y le quería matar, y que les rogaba que se volviesen al Marqués y de su parte le contasen el agravio que le hacían, y le su­plicasen que, pues ambos estaban en su poder, y por esta razón él era señor de la tierra, hiciese entre ellos justicia, adjudicando el reino a quien pertenesciese, pues decían que éste era su principal intento; y que si el Marqués lo hacía, no solamente cumpliría lo que por su hermano se había proferido de dar en el tambo o portal de Caxamalca un estado de hombre lleno de vasijas de oro, pero que le hinchiría todo el tambo hasta la techumbre, que eran tres tantos más; y que se informasen y supiesen si él podía hacer más fácil. mente aquello que su hermano lo otro; porque para cumplir Atabaliba lo que había prometido le era for­zoso deshacer la casa del sol del Cuzco, que estaba toda labrada de tablones de oro y plata igualmente, por no tener otra parte donde haberlo; y él tenía en su poder todos los tesoros y joyas de su padre, con que fácilmente podía cumplir mucho más que aque­llo; en lo cual decía verdad, aunque los tenía todos enterrados en parte donde persona del mundo no lo sabía, ni después acá se ha podido hallar, porque los llevó a enterrar y esconder con mucho número de in­dios que lo llevaban a cuestas, y en acabando de ente­rrarlos mató a todos para que no lo dijesen ni se pu­diese saber, aunque los españoles, después de pacifica­da la tierra y agora, cada día andan rastreando con gran diligencia y cavando hacia todas aquellas partes donde sospechan que lo metió; pero nunca han hallado cosa ninguna. Hernando de Soto y Pedro del Barco respondieron a Guasear que ellos no podían dejar el viaje que llevaban, y a la vuelta (pues había de ser tan presto) entenderían en ello; y así, continuaron su camino, lo cual fué causa de la muerte de Guasear y de perderse todo aquel oro que les prometía; por­que los capitanes que le llevaban preso hicieron luego saber por la posta a Atabaliba todo lo que había pa­sado, y era tan sagaz Atabaliba, que consideró que si a noticia del Gobernador venía esta demanda, que así por tener su hermano justicia como por la abundancia de oro que prometía (a lo cual tenía ya entendido la afición y codicia que tenían los cristianos), le quita­rían a él el reino y le darían a su hermano, y aun podría ser que le matasen. por quitar de medio em­barazos, tomando para ello ocasión de que contra ra­zón había prendido a su hermano y alzádose con el reino. Por lo cual determinó de hacer matar a Guas­ear, aunque le ponía temor para no lo hacer haber oído muchas veces a los cristianos que una de las leyes que principalmente se guardaban entre ellos era que el que mataba a otro había de morir por ello; y así, acordó tentar el ánimo del Gobernador para ver qué sentiría sobre el caso; lo cual hizo con mucha in­dustria, que un da fingió estar muy triste y llorando y sollozando, sin querer comer ni hablar con nadie; y aunque el Gobernador le importunó mucho sobre la causa de su tristeza, se hizo de rogar en decirla; y en fin le vino a decir que le habían traído nueva que un capitán suyo, viéndole a él preso, había muerto a su hermano Guasear, lo cual él había sentido mucho, porque le tenía por hermano mayor y aun por padre; y que si le había hecho prender no había sido con intención de hacerle daño en su persona ni reino, salvo para que le dejase en paz la provincia de Quito, que su padre le había mandado después de haberla ganado y conquistado, siendo cosa fuera de su seño­río. El Gobernador le consoló que no tuviese pena; que la muerte era cosa natural, y que poca ventaja se llevarían unos a otros, y que cuando la tierra estuviese pacífica él se informaría quiénes habían sido en la muerte y los castigaría. Y como Atabaliba vió que el Marqués tomaba tan livianamente el negocio, deliberó ejecutar su propósito; y así, envió a mandar a los ca­pitanes que traían preso a Guasear que luego le ma­tasen. Lo cual se hizo con tan gran presteza, que ape­nas se pudo averiguar después si cuando hizo Ataba­liba aquellas apariencias de tristeza había sido antes o después de la muerte. De todo este mal suceso co­múnmente se echaba la culpa a Hernando de Soto y Pedro del Barco por la gente de guerra, que no están informados de la obligación que tienen las personas a quien algo se manda (especialmente en la guerra) de cumplir precisamente su instrucción, sin que tengan libertad de mudar los intentos según el tiempo y ne­gocios, si no llevan expresa comisión para ello; dicen los indios que cuando Guasear se vido matar dijo: “Yo he sido poco tiempo señor de la tierra, y menos lo será el traidor de mi hermano, por cuyo mandado muero, siendo yo su natural señor.” Por lo cual los indios, cuando después vieron matar a Atabaliba (como se dirá en el capítulo siguiente), creyeron que Guasear era hijo del sol, por haber profetizado verdaderamente la muerte de su hermano; y asimesmo dijo que cuando su padre se despidió dél le dejó mandado que cuando a aquella tierra viniese una gente blanca y barbada se hiciese su amigo, porque aquellos habían de ser seño­res del reino, lo cual pudo bien ser industria del de­monio, pues antes que Guaynacaba muriese ya el Gobernador andaba por la costa del Perú conquistando la tierra. Pues en tanto que el Gobernador quedó en Caxamalca, envió a Hernando Pizarro, su hermano, con cierta gente de a caballo a descubrir la tierra; el cual llegó hasta Pachacamá, que era cien leguas de allí, y en tierra de Guamacucho encontró a un her­mano de Atabaliba, llamado Illescas’, que traía más de trescientos mil pesos de oro para el rescate de su hermano, sin otra mucha cantidad de plata; y después de haber pasado por muy peligrosos pasos y puentes, llegó a Pachacamá, donde supo que en la provincia de Jauja, que era cuarenta leguas de allí, estaba el capi­tán de Atabaliba de quien arriba se ha hecho men­ción, llamado Cilicuchima, con un gran ejército, y él le envió a llamar, rogándole que se viniese a ver con ¿1. Y como no quiso venir el indio, Hernando Pizarro determinó de ir allá y le habló, aunque todos tuvieron por demasiada osadía la que Hernando Pizarro tuvo en irse a meter en poder de su enemigo bárbaro y tan poderoso; en fin, le dijo y prometió tales cosas, que le hizo derramar la gente e irse con él a Caxamalca a ver a Atabaliba, y por volver más presto vinieron por las cordilleras de unas sierras nevadas, donde hubieran de perecer de frío; y cuando Cilicuchima hubo de entrar a ver a Atabaliba se descalzó y llevó su carga ante él, según su costumbre, y le dijo llorando que si él con él se hallara no le prendieran los cris­tianos. Atabaliba le respondió que había sido juicio de Dios que le prendiesen, por tenerlos él en tan poco, y que la principal causa de la prisión y vencimiento había sido huir su capitán Ruminagui con los cinco mil hombres con que había de acudir al tiempo de la necesidad.

1 Auqui Illaquita (?).

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