Tradición de la Saya y el Manto (1560)
Ricardo Palma
Ricardo Palma
…Lima se fundó el 18 de enero de 1535 no excediendo de diez las mujeres oriundas de España que se avecindaron en la capital. Casi podría nombrarlas. Es pues, tan claro como el agua de puquio, que sólo de 1555 a 1560 pudo haber limeñas, hijas de padre y madre españoles, o de peninsular e india peruana en condiciones de formar un núcleo capaz de imponer moda como la de la saya y el manto. Nadie disputa a Lima la primacía o, mejor dicho, la exclusiva, en moda, que no cundió en el resto de América y que dio campo a las criollas mexicanas para que bautizasen a las limeñas con el apodo de las enfundadas.
En el Perú mismo, la saya y manto fue tan exclusiva de Lima, que nunca salió del radio de la ciudad. Ni siquiera se la antojó ir de paseo al Callao, puerto que dista dos leguas castellanas de la capital.
El 11 de abril de 1601 inauguróse el tercero de los Concilios convocados por el santo arzobispo Toribio de Mogrovejo, al que sometió la abolición de la saya y manto bajo la pena de excomunión. Si su Ilustrísima pone el tema sobre el tapete en sus Concilios de 1583 y 1591, como hay Dios que mis paisanas se quedan sin saya y manto. La población de Lima apenas si excedía de treinta mil almas, y las devotas de la saya y manto, que constituían la sociedad decente de la ciudad, si los cálculos estadísticos no marran, podría fluctuar por entonces entre setecientas y ochocientas enfundadas.
El arzobispo olvidó en 1601 que desde 1590, en que vino a Lima doña Teresa de Castro, esposa del virrey don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, la saya y manto había reforzado muchísimo sus filas. Entre camaristas, meninas y criadas, trajo doña Teresa veintisiete muchachas españolas a las que aposentó en palacio y todas las que en el transcurso del año encontraron en Lima la media naranja complementaria. Además. En la comitiva del virrey, y con empleo en el Perú, vinieron cuarenta y tantos presupuestívoros con sus mujeres, hermanas, hijas y domésticas.
Las recientemente llegadas, por novelería unas y por congraciarse con las limeñas legítimas otras, todas dieron en enfundarse.
Doña Teresa fue de las primeras en vestir saya y manto, sugestionada acaso por su marido, púes la historia nos cuenta que el virrey anduvo siempre a la greña con el arzobispo. Algo que no mucho, he relatado sobre tal tema en mi tradición Las querellas de Santo Toribio.
Es mi sentir, repito, que su ilustrísima anduvo desacertado en la elección de la oportunidad, pues admitiendo mi creencia de que la saya y manto nacieran en 1569, cuarenta años después, esto es, en 1601, año del tercer Concilio, las devotas de la extravagante indumentaria serían ya todas las limeñas, esto es, dos o tres mil hijas de Eva, las que alborotaron el cotarro hasta el punto de sembrar semilla de cisma. Ello es que el Concilio pronunció fallo.
Los virreyes marqueses de Guadalcázar y de Montesclaros y otros intentaron también abolir la saya y el manto, pero no pasaron del intento. Virrey hubo que se limitó a encomendar a los maridos que no permitiesen a la costilla un a sus hijas tal indumentaria. Lo que fue como dar el encargo al Archipámpano de las Indias. Tan cierto es que nunca los hombres tomamos carta en juego de modas, que hoy mismo las dejamos tranquilas cuando lucen sobre la cabeza los fenomenales sombreros a la moda. Ya desaparecerán sin que intervengamos los varones.
La primitiva saya, que perduró hasta cinco o seis años después de la batalla de Ayacucho, fue, y dicho sea en puridad de verdad, una prenda muy antiestética, especie de funda desde la cintura a los pies, que traía a la mujer como engrilletada, pues apenas podía dar el paso mayor de tres pulgadas.
Para las tapadas, en España y en todas las capitales de virreinato americano, la mantilla y el rebocillo eran los encubridores del coqueteo. Para la tapada limeña lo fue el manto negro de sarga o de borloncillo, no del todo desprovista de gracia. La llamada saya de tiritas era una curiosa extravagancia. Anualmente, en la tarde del día de la Porciúncula, efectuábase una romería a la Alameda de los Descalzos, donde los buenos padres obsequiaban con un festín a los medigos de la ciudad. Las más hermosas y acaudaladas limeñas concurrían a ese acto enfundándose en la más vieja, rota y deshilachada de sus sayas, y contrastando con esa miseria ostentaban el riquísimo chal y las valiosas alhajas de siempre. Todas consumían siquiera un pedazo de pan y una cucharada de la sopa de los pobres.
Con la independencia la revolución alcanzó también a la saya, sin que las jamonas ni las viejas renunciasen a la primitiva saya de carro, las jóvenes crearon la gamarrina, la cual, cuatro años después convirtieron en la orbegosina. Se diferenciaban, más que en la forma, en el color del raso: la gamarrina contemporánea del presidente Gamarra, era de raso negro o cabritilla, y la orbegosina, en homenaje a su sucesor, le general Orbegoso, era azulina o verde oscuro. La saya se convirtió en enseña de partido político.
Como se ve, la gamarrina y la orbegosina se apartaban algo de la saya primitiva, pues en la parte baja eran relativamente más holgadas y llevaban un ruedo de raso claro por adorno.
Cuando en 1835 el general Salaverry encabezó la revolución contra la presidencia de Orbegoso, nació la salaverrina, de falda suelta y airosa, que permitía libertad de movimientos. Esta fue la saya que tanta fama diera a la tapada limeña, pues con ella, amén de la gentileza corporal, salieron lucir las agudezas del ingenio. Esa fue la tapada que yo conocí en mis tiempos de colegial y que por mi voto aun existiría.
Después de 1850 la relativa holgura social producía por los millones de la Consolidación dio incremento al comercio francés y a las modas de París. Lo que en tres siglos no consiguieron ni Santo Toribio ni los virreyes, desapareció sin resistencias ni luchas, poquito a poquito. En 1860… desapareció la saya y manto en procesiones y paseos. Nació sin partida de bautismo comprobatoria de cuándo ni por qué. Ha muerto lo mismo: sin partida de defunción, ni fecha fija, ni motivo cierto que la excluyese.
PALMA, Ricardo. Tradiciones Peruanas Completas. Editorial Aguilar. Madrid. 1964.
160-162.
La imagen corresponde a una fotografía de Eugenio Courret.
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