Jorge IV de Gran-Bretaña (1762-1830), que tanto hizo para echar a su padre del trono cuando éste empezó a sufrir seriamente de porfiria, era un hombre que se engañaba y creía en sus propias ilusiones. Aparte de contraer un matrimonio ilegal con una joven viuda católica, Mary Anne FitzHerbert, en 1785 (acto que le excluía automáticamente de la sucesión), atrayendose las furiosas reprimendas paternas, creía ganar todas las carreras de caballos celebradas en Goodwood, cuando en realidad le dejaban ganar, y se puso al frente de un batallón durante la decisiva batalla de Waterloo, atribuyéndose méritos que no le pertenecían.
Al morir este último sin descendencia, la corona recayó en su sobrina Victoria, que contaba entonces dieciocho años de edad. La tarea que tenía ante sí la joven soberana era ardua y complicada, más teniendo en cuenta su escasa preparación para los asuntos de gobierno, ya que no se esperaba que pudiera acceder un día al trono. Bien dispuesta a cumplir con su tarea, Victoria no tardaría en ganarse la opinión favorable de los súbditos, con lo que contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la monarquía en Inglaterra. En la imagen, un retrato de la joven reina realizado en 1842 por el pintor Franz Xavier Winterhalter.
Nada más acceder al trono, el distanciamiento de Victoria con su madre se hizo evidente. La reina manifestó desde el primer día su deseo de reinar sola, libre de la asfixiante vigilancia materna.
Alberto supo en todo momento acarrear con dignidad el difícil papel que le correspondía; destacó por su inteligencia y su sobriedad y acabó ganándose la confianza de sus súbditos, recelosos al principio ante un príncipe alemán. A partir de 1856 gozó del status de príncipe consorte, figura ésta que a partir de él adquirió sus específicas dimensiones.
Gracias a la política de enlaces matrimoniales que llevó a cabo junto con su esposo el príncipe Alberto, Victoria, ya anciana, era llamada «la abuela de Europa»: sus descendientes reinaban y reinarían en muchos países del continente. Los matrimonios concertados, en efecto, habían permitido a la familia real británica establecer vínculos de parentesco con casi todas las monarquías importantes de Europa.
Victoria y Disraeli. Los esplendores de la era victoriana hallaron sus grandes agentes en una pléyade de eminentes y flexibles estadistas que posibilitaron un avance sin prisas pero sin pausas, atemperando los excesos. Los más sobresalientes fueron los liberales William E. Gladstone y el contradictorio vizconde Palmerston, y los conservadores Robert Peel y Benjamin Disraeli.
En el año 1877, la reina fue proclamada emperatriz de la India, una vez que ésta fue totalmente dominada por las fuerzas coloniales inglesas. El broche de oro lo puso la adquisición y control del importante canal de Suez. El imperio inglés llegó a comprender el 24% de todas las tierras emergidas; su población alcanzó los 420 millones de habitantes.
El broche de oro lo puso la adquisición y control del importante canal de Suez. El imperio inglés llegó a comprender el 24% de todas las tierras emergidas; su población alcanzó los 420 millones de habitantes. Londres se convirtió en el primer centro financiero y de intercambio comercial del mundo. La presión colonial hizo que el gobierno de Inglaterra llegara hasta los últimos confines de Asia, Oceanía y África.
Dicho liderazgo lo perdería Inglaterra ya en el nuevo siglo con la entrada en liza de dos nuevos países: Estados Unidos y un renovado Japón. En la imagen, la reina Victoria despachando con Benjamin Disraeli en el castillo de Osborne (óleo de Theodore Blake Wirgman).
Bajo el reinado de Victoria, las reformas políticas (como las que extendieron progresivamente el derecho a voto) se acompañaron además de medidas económicas, fundamentalmente la adopción del librecambismo y la apertura del mercado inglés a los productos extranjeros, que asentaron definitivamente, y sin efusiones de sangre, el poder de la burguesía en la isla.
Después de la abolición de las leyes del trigo y, en 1850, del Acta de Navegación (decretadas dos siglos atrás), Gran Bretaña se introdujo plenamente en un sistema de libertad comercial que, en conjunción con el espectacular desarrollo de su industria, había de conducirle al esplendor imponderable de la década de los sesenta, con una moneda que impondría su ley en los mercados internacionales y con unas inversiones en el extranjero que supondrían prácticamente la colonización económica de muchas zonas del Mediterráneo y de América del Sur.
En 1860 Gran Bretaña poseía ya la más extensa red ferroviaria; su flota mercante, por otra parte, representaba el 75 % del tonelaje mundial. Ambos índices muestran el nivel de su desarrollo industrial y comercial. Otras reformas de carácter penal y religioso, como la equiparación de católicos y protestantes, negada durante siglos, terminaron de enterrar la vieja sociedad. En la imagen, la reina Victoria I de Inglaterra en 1887, cuando se cumplía medio siglo de su llegada al trono.
Con la rectitud y juicio que mantuvo en su vida privada y con su alto sentido de la responsabilidad en los asuntos de Estado, la reina Victoria devolvió a la institución monárquica el prestigio y respetabilidad que había perdido en la época anterior, proporcionando la indispensable base de estabilidad y confianza sobre la que se construiría la prosperidad y el progreso de su país. En la imagen, la reina Victoria en una fotografía tomada en 1894.
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