Esta idea inclusiva del sionismo requiere una reelaboración. Los judíos del mundo se dividen en dos grandes subgrupos: los judíos sefarditas y los judíos asquenazíes. Sefarad es el nombre hebreo medieval de España y Asquenaz es el nombre medieval hebreo de Alemania.
En un sentido estricto, un judío sefardí era un judío originario de España y Portugal. Pero el término adquirió un ámbito mucho más amplio y ahora se refiere también, o incluso de manera principal, a los judíos de origen árabe o iraní.
Por lo que respecta a los judíos asquenazíes, este término se refiere a los descendientes de judíos alemanes que emigraron durante la Baja Edad Media, especialmente de la Europa del este y central, y a sus descendientes.
La división entre los dos subgrupos es en parte religiosa (cada grupo tiene costumbres religiosas distintas), en parte cultural (el idioma de los judíos asquenazíes era sobre todo el yídish) y en parte étnica. Si en el siglo XI el 97 por ciento de los judíos del mundo eran sefardíes, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial un 92 por ciento de ellos eran asquenazíes.
Según el punto de vista inclusivo, los judíos de ambos lados de la división eran sionistas. El cambio en las cifras de ambos subgrupos tiene poco que ver con el punto fijo de la vida judía: que los judíos son desgraciados en el exilio y desean redimirse en su tierra histórica. Los asquenazíes y los sefardíes eran protosionistas, es decir, sionistas premodernos, pero sionistas de todos modos. La amarga ironía es que, aunque la historia sionista debía ser por completo inclusiva, los judíos sefardíes sintieron que estaban siendo inmerecida y sistemáticamente marginados de ella. Regresaremos a eso más tarde.
La narración sionista transmite una potente visión de la historia y la vida judías y tuvo una inmensa influencia sobre la imaginación y las acciones sionistas. La pregunta es: ¿es una historia cierta desde un punto de vista histórico?
La narración sionista presentaba algunos hechos importantes de manera correcta. Los judíos de la diáspora tuvieron durante mucho tiempo una percepción “nacional” y no sólo religiosa del pueblo judío; los judíos no son una invención moderna. También es cierto, sin lugar a dudas, que en la larga historia de los judíos éstos expresaron un anhelo de la Tierra Santa como su tierra prometida. Cuando los judíos rezaban para que lloviera, lo hacían para que lloviera en Israel, no en España.
Pero la historia sionista es engañosa: combina el anhelo de Sión –una nostalgia pasiva, un deseo melancólico– con el esfuerzo, que es un intento activo, una manifestación de voluntad nacional, una disposición a la lucha. El esfuerzo es acompañado, además, de un intento energético real y no sólo de rituales nostálgicos.
El sionismo político moderno es un verdadero esfuerzo, mientras que el viejo anhelo religioso era prácticamente una negación del esfuerzo. Los judíos se establecieron en todos los rincones del mundo, pero parece que evitaron hacerlo en la tierra de Israel casi deliberadamente. A mediados del siglo XIX había unos 45,000 judíos en Afganistán, pero considerablemente menos en la tierra de Israel (Palestina).
La historia sagrada de los judíos está saturada de la esperanza mesiánica de que serán redimidos por medio de un acto de intervención divina, un acto que provocará la reunión de los exiliados en Sión. Este tiempo mesiánico debe suceder en el tiempo histórico, y no en el reino por venir, pero lo cierto es que no sucederá por medio de un acto de mera iniciativa humana. Será un hecho revolucionario inspirado divinamente que cambiará al instante la inhóspita realidad y creará el armonioso reino de Dios en la tierra, con los judíos en su centro.
De vez en cuando se produjeron en la historia judía erupciones de energía mesiánica, lideradas por pseudomesías que prometían mostrar a los judíos ignorantes el camino a la Tierra Prometida.
Un judío iraquí del siglo XII, David Alroy, inició una revuelta contra el sultán Seljuk y prometió a sus seguidores, la mayoría de Bagdad y Mosul, recuperar Jerusalén; fue decapitado por la espada del sultán. En el siglo XVI apareció otro mesías, un enano carismático y egocéntrico llamado David Reubeni, que tuvo como seguidor a un joven marrano de alta cuna, Diego Pires, quien tomó el nombre hebreo de Shlomo Molco; ambos intentaron conseguir el apoyo del papa Clemente VII para crear un reino judío en Palestina, pero su historia acabó mal: el medio místico Molco en la hoguera y el medio aventurero Reubeni en manos de la Inquisición de Llerena.
Estos mesías de medio pelo fueron tratados malamente en la memoria de los judíos religiosos –como impostores que crearon esperanzas peligrosamente elevadas–, pero con bastante amabilidad en la historiografía sionista.
Fueron percibidos, por los sionistas, como líderes que expresaban las aspiraciones nacionales de los judíos y como heraldos del sueño sionista moderno de crear un Estado judío soberano en Sión. Los pseudomesías daban fe de que los judíos siempre tuvieron el plan redentor de crear un Estado judío y de que se esforzaron, siempre que pudieron, por cumplir ese sueño, aun cuando a veces parecieran patéticos.
La ideología histórica sionista no es muy distinta a las demás ideologías históricas. La ideología histórica del comunismo soviético, por ejemplo, acostumbraba presentar las antiguas revueltas campesinas de los siglos XVII y XVIII, lideradas por Razin, Bulavin o Pugachev, como antecedentes de la gran Revolución de Octubre, lo que demostraba la inflexible resolución de los oprimidos de emanciparse. Las historias de redención, ya sean religiosas o seculares, contemplan la historia como el desarrollo de un plan: el plan de Dios o el de la astucia de la Historia. El significado completo del plan sólo se revela cuando se consigue la redención, redención que puede ser Israel, Jesús en la cruz o la Rusia soviética. Y, sin embargo, destellos del plan en desarrollo siempre preceden al acto de redención: Adán prefigura a Cristo así como los movimientos mesiánicos anticipan el sionismo moderno revolucionario. Una vez que nace el Estado de Israel, el significado completo del plan redentor sionista quedó a la vista de todo el mundo.
Esto es un cuento, no historia. La historia no es un campo de batalla en el que se consuman planes redentores predestinados. Puede haber algo de cierto en esos cuentos, y en el caso de la historia judía hay bastante, pero no explican, ni mucho menos, el sionismo moderno y a Israel como su encarnación histórica.
Hay una narración alternativa, raramente contada por los judíos, según la cual Israel es una respuesta a la destrucción de los judíos europeos en la Segunda Guerra Mundial. El mundo, que se sentía culpable por el Holocausto, decidió ayudar a los judíos que sobrevivieron a crear un Estado propio en Palestina. De modo que Israel, según este relato, es una respuesta a la pregunta de qué hacer con los judíos que quedaban en Europa. Fue una mala respuesta, pues se llevó a cabo a expensas de los palestinos, a quienes les robaron su tierra pese a no ser responsables de lo sucedido a los judíos en Europa. Esta es una versión demasiado ideológica, muy popular entre los detractores de Israel. Tiene poco valor como historia crítica y, sin embargo, tiene algo de cierto: el apoyo de dos tercios de las Naciones Unidas, en 1947, a establecer un Estado para los judíos en Palestina, junto a un Estado para los árabes de Palestina, sin duda se vio influido por la destrucción de los judíos europeos a manos de los nazis, destrucción que seguía fresca en la memoria.
El sionismo, como movimiento político dedicado al establecimiento de un Estado soberano en la tierra de Israel, no es algo que haya iniciado justo después de la destrucción del Templo de Jerusalén por los romanos (la generación posterior a Jesús) ni un movimiento posterior al Holocausto.
Si tenemos que referirnos al acontecimiento que dio pie al sionismo moderno, debemos hallarlo en los pogromos contra los judíos en el sur de Rusia en 1881, que tuvieron lugar después del asesinato de Alejandro II, el zar de Rusia. El número de judíos asesinados en esos pogromos fue pequeño en comparación con lo que sucedería años más tarde. El pesimismo judío, de sanos y enfermos, debería haber preparado a los judíos para aceptar ese acontecimiento como uno más en una cadena de desastres, pero la ola de concesiones otorgadas a los judíos incluso en la Rusia zarista creó la ilusión de que esas cosas ya no podían seguir sucediendo. A uno puede sorprenderle, después del Holocausto, que a los judíos les conmocionaran los pogromos rusos. Pero así fue. Hubo, antes, otra conmoción en la vida de los judíos: su expulsión de España el año en que Colón descubrió América.
Los judíos estaban siendo sistemáticamente expulsados de la Europa occidental desde antes. Con todo, la expulsión de España fue muy sentida por ellos debido a que su éxito en ese país había creado la impresión de que eran invencibles. Este hecho sólo puede compararse a la conmoción que habría provocado una expulsión de los judíos de Estados Unidos de haber tenido lugar.
Ambos acontecimientos, la expulsión de España y los pogromos de 1881 y 1882, influyeron en la vida judía y tuvieron efectos duraderos.
Israel es uno de los postergados y duraderos efectos de los acontecimientos en la Rusia zarista, de los que los pogromos fueron un síntoma. Otro efecto duradero, aunque también inmediato, fue el establecimiento de la mayor y más próspera comunidad judía que jamás haya existido en la vida judía: la comunidad judía en Norteamérica.
Los judíos de la Baja Edad Media fueron expulsados de la mayor parte de la Europa Occidental y no se les permitió establecerse apropiadamente en Rusia. El único país en que fueron bienvenidos fue el gran Reino de Polonia y Lituania, que en el siglo XVI estaba en su mejor momento, el país más grande de Europa. Fue en esta parte de Europa donde se concentraron dos tercios de los judíos. Tras la decadencia de Polonia y su partición, la mayoría de los judíos quedó bajo el gobierno del zar ruso y fue confinada a la Zona de Asentamiento, la frontera occidental de la Rusia imperial.
En el siglo XIX tuvo lugar un cambio radical en la demografía judía: si a principios del siglo había cerca de dos millones y medio de judíos en el mundo –dos millones de ellos en Europa–, al final del siglo había once millones y medio, más de la mitad de ellos bajo el régimen del zar ruso. La mayor parte vivía en pequeños pueblos (llamados shtel en yídish). Con el avance del capitalismo los judíos perdieron su viejo papel semifeudal como intermediarios entre terratenientes y campesinos, y se vieron severamente constreñidos por los gobernantes para asumir nuevos papeles económicos. La vida en la zona de asentamiento era dura y estaba asolada por la pobreza. Los judíos eran un objetivo fácil para los actos hostiles de unos vecinos que, en una competencia cada vez mayor, trataban de expulsar a los judíos de su papel de intermediarios. La explosión demográfica tuvo dos grandes efectos en la vida judía: el desplazamiento de pequeños pueblos a ciudades y la migración de Europa del Este a Occidente, especialmente América.
Los judíos (un diez por ciento de la población en Polonia) se convirtieron en gente urbana. Por ejemplo, treinta por ciento de la población de Varsovia antes de la Segunda Guerra Mundial era judía; en Lublin alcanzaba 35 por ciento, y en Pinsk, 63 por ciento.
Es en el seno de este inmenso movimiento de judíos, en el Este de Europa y fuera de él, con el deseo de establecerse en la Tierra de Israel (Palestina), donde debería contemplarse al sionismo.
Dos de los cinco millones de judíos de Rusia abandonaron este país y se establecieron en Occidente. Un millón y medio emigró a Estados Unidos.
Sólo un número minúsculo de judíos –unos cuarenta mil– emigró a Palestina, pero esta pequeña vanguardia impulsó una revolución trascendental en la vida de los judíos. Los que emigraron a Palestina eran jóvenes, adolescentes y veinteañeros: una cruzada de niños. Estos chicos llevaron consigo una revolución cultural de la que es emblema el renacimiento del hebreo, así como una revolución política, de la que sería emblema, más tarde, la creación del Estado de Israel.
Muchos judíos de Europa Oriental que notaron que su vida allí no tenía esperanza se preguntaron adónde ir y se respondieron: a América. No muchos respondieron: a Palestina (eretz Israel). Con todo, había una gran diferencia entre la pregunta de los judíos que respondieron “América” y la de los sionistas que respondieron “Palestina”. Los que fueron a América entendían que la pregunta era: ¿Adónde debo ir? Para los sionistas que acabaron en Palestina la pregunta era: ¿Adónde debo ir yo y el resto del pueblo judío? O más bien: ¿Adónde debería ir para prepararle el camino al pueblo judío?
Había otra pregunta para la que la respuesta era eretz Israel. La gente religiosa se preguntaba: ¿Dónde debo morir? O más bien: ¿Dónde debo ser enterrado? Para algunos la respuesta era: la Tierra Santa (donde la resurrección de los muertos en el fin de los días ocurrirá primero). Los sionistas se preguntaban dónde debían vivir y dónde debían morir. (“Vinimos a nuestra tierra a construir y ser construidos”, decía un famoso verso de una canción sionista.)
La pregunta y la respuesta sionistas no fueron sólo una reacción a acontecimientos externos como los pogromos. Fueron también una reacción a una oleada sin precedentes de autocrítica en el seno de la vida judía. La emancipación judía en la Europa Occidental fue un producto de la Revolución Francesa; con la emancipación emergió un movimiento de ilustración judía, y con éste, la autocrítica. Esta adoptó, en no pocas ocasiones, el punto de vista de los gentiles, incluido el punto de vista antisemita. Los judíos interiorizaron sus críticas y se trataron a sí mismos como una nación enferma que lloraba desesperadamente a la espera de una curación.
¿Cuál era la enfermedad de los judíos, cuya curación era para los sionistas Israel? Había muchos médicos entre los sionistas y disponían de diagnósticos muy diferentes. Los sionistas laboristas, es decir, los socialistas del movimiento sionista consideraban que la enfermedad era la falta de trabajo productivo y la lejanía de la tierra, que provocaba que los judíos carecieran de raíces y estuvieran lejos de la naturaleza. La derecha revisionista consideraba que la falta de un poder militar durante generaciones había hecho que los judíos carecieran de orgullo. De este modo los laboristas creían que la curación era trabajar la tierra y los revisionistas pensaban que un ejército judío era la panacea. Había algo estúpido y cruel en considerar a los judíos un pueblo enfermo. Además, la ironía es que la transformación profesional que los judíos urbanos experimentaron durante la modernidad los convirtió tal vez en la gente más adaptable para funcionar en la sociedad moderna, mientras que las fantasías a lo Tolstói de curarse mediante el cultivo de la tierra fueron, finalmente, más una causa de fricción con los campesinos árabes en Palestina que una curación para los judíos. En todo caso, Israel iba a ser una curación para una enfermedad crónica y no la mera consecución de un programa político.
La pregunta sionista a la que Israel fue una respuesta no era meramente: ¿En qué territorio deben establecerse los judíos? Ni siquiera se trataba de la pregunta de si los judíos debían establecer un Estado soberano; se sugirieron muchos territorios a los judíos. La pregunta era: ¿en qué tierra podían los judíos formar una nueva sociedad judía, diferente en aspectos fundamentales a las que tenían en el exilio? ¿Y en qué tierra podían los judíos crear una cultura hebrea moderna, expresada e informada por el idioma hebreo, el idioma de la Biblia?
La idea era crear una cultura judía moderna en el viejo idioma, que era significativo para los judíos pero que difería de sus lenguas del exilio. El idioma que competía con el hebreo era el yídish, el cual hablaba una inmensa mayoría de los judíos. La idea, tomada de la Ilustración judía, era que el hebreo, el “latín” de los judíos, reviviría como parte de una cultura moderna: el hebreo sería un puente entre el glorioso pasado bíblico, cuando los judíos moraban en su tierra, y el esfuerzo moderno de crear una cultura judía moderna. Los sionistas, con todo, tenían razón al creer que la cultura hebrea, centrada alrededor del idioma hebreo, sólo podía tener lugar en el seno de una comunidad judía que viviera en la tierra que invocan los recuerdos bíblicos, lo que señalaría un contraste con la cultura judía en la diáspora. De hecho, el renacimiento del hebreo en Israel y la creación de una vibrante cultura hebrea son un asombroso éxito del movimiento sionista, éxito mucho más impresionante, me parece, que la creación del Estado mismo.
La pregunta sionista a la que Israel fue la respuesta no era la conocida pregunta judía: ¿Adónde ir en tiempos de problemas? La pregunta era: ¿adónde ir para poder ser libres y crear y mantener una cultura nacional en hebreo alrededor de la cual se pueda construir una nueva sociedad judía y una vida judía modernas? Esa era una pregunta nueva y revolucionaria; y la respuesta llamaba a la acción revolucionaria en la vida de los judíos en lugar de esperar al mesías.
¿Por qué la cultura se convirtió en una preocupación tan importante para los sionistas?
El tópico metafórico de que las “murallas” del gueto judío estaban cayendo tenía mucho de realidad. La cultura judía era una cultura centrada en el texto. En el centro estaban los grandes textos del judaísmo rabínico: el Talmud. La Ilustración, el modernismo cultural y el capitalismo tiraron por tierra los viejos muros metafóricos. Algunos judíos optaron por la asimilación en la más amplia cultura dominante de sus vecinos europeos, mientras otros optaron por lo contrario: rechazo total al modernismo y creación de murallas más altas alrededor de la vieja cultura religiosa. Esa fue la postura de la ultraortodoxia. Muchos otros vagaron sin un objetivo. Y unos más trataron de crear una cultura judía, una cultura proletaria en el idioma de los judíos, es decir, el yídish, e intentaron vincular esta cultura con un movimiento liberador más amplio, es decir, el socialismo. Eso fue lo hecho por el importante movimiento judío Bund.
El sionismo que fue acaparado por la rama socialista no creía que hubiera esperanza en Europa para la vida judía, y sin duda tampoco para vencer el intenso antisemitismo de la época. La vida judía, pensaban, necesitaba un nuevo inicio en un lugar viejo-nuevo. (De hecho, Theodor Herzl, el visionario sionista, llamó a su utopía Altneuland, la tierra viejo-nueva.) Para un nuevo inicio era necesario romper con la vida del exilio y crear una contracultura que mantuviera una relación con la historia judía.
El hebreo, el idioma viejo-nuevo, fue elegido con ese fin: estaba vinculado con la historia sagrada de los judíos pero, al no ser utilizado activamente, podía ser resucitado con un contenido moderno.
Los sionistas, que reconocían la libertad de que gozaban los judíos en América, no creían que allí pudiera florecer la vida judía. Consideraban que en América los judíos sólo podían recordarse como una nostálgica comunidad de la memoria, y que incluso eso sólo sería posible mientras siguieran con vida quienes tenían algún recuerdo de la vieja vida judía. La cultura judía se evaporaría al desvanecerse la memoria; de ahí la necesidad de crear una nueva sociedad, viable y con una cultura que mirara al futuro, no una simple comunidad de la memoria.
La tierra de Israel fue el lugar escogido e Israel fue la respuesta a esta aspiración.
El asentamiento sionista en Palestina llevaba consigo la idea de lo viejo-nuevo. Este es un hecho importante tanto en la geografía sionista como en su historia. La Biblia nos dice que los israelitas bíblicos llegaron a la Tierra Prometida desde el este, cruzaron el río Jordán y se asentaron en el risco montañoso y en los valles de Judea y Samaria. Al oeste de la Tierra Santa, en la costa mediterránea, moraban otras naciones, especialmente los filisteos, enemigos mortales de los israelitas. Los judíos, en su larga historia, apenas poblaron esa parte del país, pero esa es la parte del país en que ahora vive un ochenta por ciento de la población de Israel. Hay ahí una paradoja. El asentamiento sionista no ocurrió en la tierra bíblica: ocurrió en la tierra de los filisteos. La idea era instalarse cerca de los viejos símbolos, pero a una distancia segura de los lugares simbólicos. La esperanza era establecerse en lugares que permitieran crear una nueva sociedad. Tel Aviv, un lugar sin historia bíblica, y no Jerusalén, es el símbolo del asentamiento sionista. Estos se establecieron cerca de los símbolos, pero no en los símbolos, cosa que cambió completamente después de la guerra de 1967 y, especialmente, de la de 1973. Los israelíes, llevados por un nacionalismo mesiánico disfrazado de sionismo, empezaron a instalarse en los símbolos, y así crearon una dinámica de ocupación y subyugación de los árabes palestinos. En lugar de dos Estados para dos pueblos en la tierra de Israel / Palestina, se creó una entidad política dominada por los judíos. Si esto sigue así, será el fin del sionismo y el fin de Israel como respuesta a las aspiraciones de los judíos.
A Zhou Enlai le preguntaron una vez: “¿Fue un éxito la Revolución Francesa?” “Es demasiado pronto para saberlo” fue su famosa respuesta. Esa es visión a largo plazo. ¿Fue un éxito la revolución sionista? ¿Fue Israel, su creación, una buena respuesta a la grave situación de los judíos? Su fundador Herzl tuvo el improbable sueño de establecer un Estado de los judíos en un territorio en el que prácticamente no había judíos, en un territorio gobernado por los grandes poderes de la época, Turquía y más tarde Gran Bretaña. Cincuenta años después (el primer congreso sionista tuvo lugar en 1897 en Basilea) el movimiento sionista consiguió establecer un Estado con sólo 650,000 judíos. Cincuenta años después hay seis millones de judíos en Israel que tienen el hebreo como lengua principal.
Pero hoy Israel está atrapado. Si Israel no es capaz, como Houdini, de sacarse a sí mismo de los territorios ocupados, el sionismo puede acabar siendo no un proyecto noble sino una calamidad moral.
He mencionado que la respuesta sionista a la grave situación de los judíos fue, ante todo, una reacción a acontecimientos sucedidos en la Europa oriental. Pero ¿qué hay de los demás judíos, los judíos de Europa occidental y los que viven en países islámicos? He hablado del yídish como de la lengua de los judíos que sería sustituida por el hebreo. Pero ¿qué hay del ladino y de las 36 otras lenguas habladas sobre todo por los judíos sefardíes? ¿Es mi relato una historia del Mayflower asquenazí que margina a los demás?
Creo que no. En primer lugar, veamos Europa occidental. Muchos de los sionistas de Europa occidental eran inmigrantes judíos de Europa oriental que llevaban consigo el equipaje de su generación. Con todo, había sionistas en Occidente, partidarios de los viejos tiempos. En muchas ocasiones eran sionistas filantrópicos: no creían que el sionismo les concerniera personalmente, pero les parecía una buena idea mandar a los judíos de Europa oriental a Palestina. Esto, por supuesto, es una simplificación de una actitud compleja, pero hay suficiente verdad en ello para exponerlo de esta manera. Por lo que respecta a los judíos orientales, a los judíos de comunidades islámicas, ya he mencionado que la proporción de esos judíos antes de la Segunda Guerra Mundial, con relación a los judíos de todo el mundo, era de un siete por ciento. Es un hecho sorprendente, pues muchos israelíes creen que esa proporción era poco más o menos como la del Israel actual, más o menos mitad y mitad de judíos occidentales y orientales. Lo cierto es que, cuando el sionismo emergió como movimiento político, los judíos orientales eran demasiado pocos y estaban demasiado lejos para entrar en el horizonte de los judíos de Europa oriental.
Con la inmigración sionista a Palestina se produjo una inmigración de los países árabes, principalmente de Yemen, motivada por el anhelo mesiánico de la Tierra Santa. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, en Palestina había un quince por ciento de judíos orientales.
La destrucción de los judíos europeos por los nazis, y el confinamiento durante muchos años de los judíos en la Rusia comunista, robó al sionismo sus partidarios naturales en Europa oriental. Después de 1948, la inmigración procedente de países islámicos se convirtió en la dominante en Israel. De modo que los judíos orientales se volvieron muy importantes en el proyecto sionista de construir Israel. Pero esto es un desarrollo relativamente tardío: los judíos de países islámicos no estaban en el origen del sionismo político, aunque eran intensos poseedores del anhelo tradicional de Sión.
Hay una tercera comunidad en Israel, la comunidad religiosa ultraortodoxa, que fue históricamente hostil al proyecto sionista; contra ella se rebeló el sionismo secular, moderno y ortodoxo. Esta comunidad era percibida como moribunda; la paradoja es que está floreciendo en el moderno Israel sionista más que ninguna otra comunidad en número e instituciones. La historia de cómo sucedió esto es larga; la corta es que ha sucedido. De modo que Israel está hoy sujeto a tres clases de tensiones internas entre sus ciudadanos, excluyendo a los palestinos en los territorios: judíos y árabes, religiosos y no religiosos, judíos asquenazíes y sefarditas. Cada una de esas tensiones podría hacer saltar por los aires a cualquier sociedad; lo que hace que Israel siga en marcha e incluso prospere es que no hay una tensión sino tres. Cuando una tensión se vuelve demasiado intensa es normalmente sustituida por otra.
“Si vosotros queréis, no es un sueño”, dijo Herzl a su pueblo. Lo que olvidó decir fue que un sueño puede convertirse fácilmente en pesadilla. El proyecto de Israel es seguir siendo un sueño y no una pesadilla.
Traducción de Ramón González Férriz